Una niña de tan solo 11 años fue derivada desde General
Deheza a Río Cuarto con fuertes dolores abdominales. Al llegar al Hospital San
Antonio de Padua, los médicos no solo atendieron el síntoma físico, sino que
fueron más allá: detectaron signos de abuso y dieron aviso inmediato a
las autoridades competentes. Así se puso en marcha una investigación que
revela, más que un caso aislado, una grave falla del sistema que debería
haberla protegido desde el principio.
¿Qué pasó en General Deheza? ¿Nadie vio nada? ¿Nadie
escuchó? ¿Nadie sospechó? ¿Dónde estaban los médicos que la atendieron antes?
¿Dónde estaban los equipos de asistencia social? ¿Dónde estaban los adultos
responsables de su bienestar?
Estas preguntas duelen. Porque una niña abusada no llega de
un día para otro con ese dolor. Porque hay señales. Porque existen protocolos.
Porque el silencio de los adultos muchas veces es más violento que el delito
mismo.
Es inadmisible que hayan sido los profesionales de otra
ciudad quienes encendieron las alarmas, cuando la víctima vivía y sufría en
General Deheza. ¿Faltó compromiso, sensibilidad, capacitación? ¿O es más
cómodo mirar para otro lado y no involucrarse?
Este caso deja al descubierto una cadena de omisiones.
Y también enciende una luz roja: ¿cuántos otros niños y niñas están hoy en
peligro sin que nadie los escuche? ¿Cuántos viven en silencio porque los que
deberían protegerlos eligen callar?
La justicia debe actuar. Pero también deben hacerlo
los municipios, las escuelas, los centros de salud, los espacios
de cuidado. El abuso infantil no se combate solo con condenas judiciales,
sino con una red de protección activa, empática y vigilante.
Porque si los adultos fallamos en eso, ¿quién queda para
cuidarlos?